
¿Cómo se enfrenta uno a su propia muerte? A veces pienso que la barrera hematoencefálica es algo más que física; también es emocional. Quizá en nuestra mente existe un mecanismo de protección que nos impide aceptar sin más nuestra mortalidad, a menos que tengamos que hacerlo por necesidad.
La noche antes de la operación pensé en la muerte. Examiné mis valores principales y me pregunté si, en caso de morir, quería hacerlo luchando con uñas y dientes o resignándome en paz. ¿Qué tipo de carácter quería demostrar? ¿A quién? ¿Estaba contento conmigo mismo y con lo que había hecho con mi vida hasta el momento? Decidí que, en esencia, era una buena persona, aunque también podría haber sido mejor; pero, al mismo tiempo, era consciente de que eso al cáncer le daba igual.
Me pregunté en qué creía. Nunca había rezado mucho. Mis esperanzas y deseos eran intensos, pero no oraba. Mientras crecía había desarrollado cierta desconfianza por las religiones organizadas, pero me sentí con capacidad para tener inquietudes espirituales y creencias. Dicho en términos sencillos, creía que tenía la responsabilidad de ser una buena persona, y eso implicaba justicia, honestidad, trabajo duro y honorabilidad. Si lo conseguía, si era bueno con mi familia, fiel a mis amigos, si devolvía algo a mi comunidad o a alguna causa justa, si no mentía, estafaba o robaba, creía que eso bastaría. Al final de mi camino, si en realidad había Alguien allí, alguna presencia que me fuera a juzgar, esperaba que se basara en si había llevado una vida auténtica, no en si creía en determinado libro o en si había sido bautizado. Si en realidad, al final de mis días, había un Dios, esperaba que no me dijera: "¡Pero si no eras cristiano! ¡Nada de entrar al cielo!". Si era así, le contestaría: "¿Sabes qué pienso? Que estás en lo cierto..."
También creía en los médicos, en los tratamientos y la cirugía. Creía en todo eso, creía en ellos. Pensaba en el doctor Einhorn...Él sí que era una persona en la que creer, una persona con una mente capaz de haber desarrollado un tratamiento experimental veinte años antes, un tratamiento que ahora podía salvarme la vida. Creía en el valor seguro de sus investigaciones.
Aparte de eso, no tenía ni idea de dónde trazar la línea que separara la ciencia de las creencias religiosas, pero sí estaba seguro de algo: creía en la fe por el valor que ésta tenía en sí misma. Había que creer en medio de la desesperación más absoluta, a pesar de las evidencias en nuestra contra, ignorando las catástrofes aparentes...¿Qué otra opción había? Me di cuenta de que es algo que hacemos cada día. Somos mucho más fuertes de lo que imaginamos, y la capacidad de creer es una de las características más valientes y perdurables del ser humano. Creer, cuando a pesar de todo sabemos que nada puede resolver la brevedad de la vida, que no existe cura para nuestra mortalidad esencial, ahí reside una forma de valentía.
Decidí que seguir creyendo en uno mismo, en los médicos, en el tratamiento, creer en cualquier cosa en que eligiese creer, era lo más importante de todo. Tenía que serlo. Sin fe no nos quedaría nada excepto la sensación cotidiana de un destino aplastante. Y eso derrota a cualquiera. Hasta que tuve cáncer no aprecié del todo cómo luchamos cada día contra los momentos malos de la vida, cómo combatimos día a día contra el oleaje de lo inevitable. El desaliento y la decepción: ésos eran los verdaderos peligros de la vida, no una enfermedad inesperada ni un catastrófico día del juicio final. Ya sabía por qué otras personas temían el cáncer: porque es una muerte lenta e inevitable, porque es la mismísima definición del cinismo y la pérdida de toda fe.
De modo que creí...
Lance Armstrong