miércoles, 9 de mayo de 2012

La Petite Mort

0:00

Vine al mundo en una habitación contigua a una sala de espera. Quizás nunca he salido de aquella sala, no poblada ya por padres felizmente preocupados, sino por infinitos tintos y tragos, libros y artículos de revistas para pasar el tiempo, pasos apurados que buscan habitaciones y esperanzas, pasos lentos que intentan recobrar la realidad, batas blancas que portan buenas y  malas noticias, rostros sumidos en el estupor o la euforia, llamadas perdidas y en espera, sábanas límpidas que cubren miserias, ventanas que nunca se abrirán, soles fríos y cetrinos hechos de gases inertes.

Probablemente pasaste a mi lado por casualidad y, por un instante, mi rostro te pareció extrañamente familiar. Probablemente te sentaste junto a mí. Sonreíste. Uno de los dos habló del mal servicio o del mal tiempo; nos presentamos. Conversamos sobre lo que nos había traído hasta ahí, tratando de hacer que no importara ya. Luego recordaste tener asuntos más urgentes. No estaba en mis manos impedirlo ni en las tuyas obviarlo. Olvidaste esa fugaz conversación al recordar que podías irte cuando quisieras.
Ocurrió en alguna febril intermitencia entre el sueño y el delirio. Luego, la irrealidad fue completa.

El intemporal vigilante me despierta. No puedo adivinar su edad, pero sus ojos son los de quien ya lo ha visto todo. Toca mi hombro y me pasa la cuenta de cobro por mi lugar en la sala. He sobrevivido para pagar una cuota más. Me despide con una tibia mueca y se ocupa del siguiente acreedor.  Espero poder diferir la deuda hasta que el último pago sea puesto bajo mi lengua.
Si todos en esta sala somos sus acreedores, quizás, por azar, alguien sin saberlo tenga en su bolsillo algún saldo a mi favor.

ChD.