
En otoño de 1812, el diezmado ejército del zar hizo frente en la orilla del río Moskva a las huestes ya innumerables del
Emperador. Antes de iniciar la batalla, el General Kutúzov supo que la única forma de hacer perder (no ya de ganar) a su enemigo era prefigurar la retirada. Una tradición eslava recomendaba vestir ropa interior limpia antes de
morir. Decenas de miles de soldados lo hicieron ese día.
Recuerdo haber preguntado a mi abuela siendo niño por qué no podía dormir desnudo cuando estuviese solo en mi cama y sintiera calor. Me dijo que era por si moríamos
en la noche: la primera persona que hallara nuestros cuerpos en la
mañana debía encontrarnos dignos y
presentables. Me preguntaba entonces cómo podríamos sentirnos dignos o
avergonzados estando muertos.
Ahora ya no me lo pregunto. Ahora ya estoy solo.
Quizá quede algo de efímera dignidad en cubrir con pudor y un pedazo de tela el despojo de una promesa de inmortalidad, como queriendo preservarla de ese arquetipo de la desnudez que es la muerte; quizá siga siendo digno prever el día de la batalla en la que uno morirá en brazos de alguien, asegurándose de llevar ropa interior limpia.
Y de prefigurar la retirada.
ChD.
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