
¿Crees que un experimento no podría cambiar tu mundo?
Entre tanto, paralelamente a las críticas metodológicas que llovían sin cesar, se conocía un fervor de diferente signo. Milgram publicó sus descubrimientos en 1963. En 1964, Diana Baumrind publicó en American Psychologist una diatriba ética contra Milgram: había engañado a sus voluntarios, había actuado sin el conocimiento ni el consentimiento de ellos y les había provocado un trauma. Un colega de Yale dio un soplo a la APA y la solicitud de admisión que Milgram había cursado fue retenida un año, mientras investigaba. "Entienda -me dice Lee Ross - eran los sesenta."-
Y lo estudiaron; sus colegas lo colocaron a la luz intensa de sus laboratorios y lo encontraron deficiente. Él se debatió y luchó. En las fiestas, la gente retrocedía impresionada cuando les decían quién era. Bruno Bettelheim, paradigma de la compasión, tildó de repugnante el trabajo de Milgram. Cuando llegó el momento de nombrarlo profesor numerario, se le negaron los pabellones de Ivy League en Yale y Harvard. "¿Quién iba a quererlo?-comenta la señora Milgram, su viuda-en aquella época se requería la aprobación unánime."
Todas las universidades lo rechazaron. Empezó a padecer dolencias cardíacas. No sus sujetos, sino él, Stanley Milgram. A los treinta y un años, lo contrató el City College de New York como profesor titular, un puesto nada despreciable para un hombre tan joven. Pero a los 38 ya había sufrido el primer infarto de miocardio de los cinco que sufriría. Sufrió muchas pérdidas: a edad temprana perdío a su padre, un hombre al que se parecía mucho, viendo como se desplomaba de un infarto fulminante a sus tempranos 60 años. Ahora perdía el prestigio de la titularidad de la Ivy League tras tantos ataques de años sobre las prácticas "inhumanas" su su laboratorio.
En 1984, a los cincuenta y un años, Milgram estaba escuchando la defensa de la tesis de un alumno suyo y de pronto sintió náuseas. Era una sensación familiar. "La asistente de su despacho era una auténtica activista-dice la señora Milgram-que no le hubiese dado un vaso de agua, si se lo hubiese pedido.
Y allí tuvo que quedarse él, sediento y con náuseas. Su buen amigo Irwin Katz lo acompañó a su casa en el metro; Milgram notaría sin duda el contraste entre el ritmo firme del tren y los coletazos erráticos de su corazón hambriento. En la estación lo recogió su mjuer y lo llevó directamente a la sala de urgencias. En ese momento, todavía andaba. Estaba pálido y le temblaban las manos. Se dirigió a la enfermera de la planta y sin más le dijo: "Me llamo Stanley Milgram y tengo my quinto infarto"; acto seguido, cayó de rodillas.
Se lo llevaron a otra sala, le rasgaron la camisa, le aplicaron la crema conductora, le apretaron los electrodos contra el pecho. Había que seguir adelante: El experimiento no había terminado.
Le administraron una descarga, después otra más alta, luego otra aún más alta. Hasta que algún facultativo, como antítesis natural de uno de sus sujetos experimentales, dijo: "Basta...se ha ido."
Harold Takooshian, antiguo alumno de Milgram y pofesor de la Universidad de Fordham, recuerda una carpeta con correspondencia que había en la mesa de Milgram: "Era una carpeta negra, grande, que contenía cientos de cartas de los sujetos; en muchísimas, los sujetos le decían que el experimento de la obediencia les había enseñado muchas cosas sobre la vida y cómo vivirla." Sujetos que habían increpado a Milgram y casi lo habían abofeteado apenas él les contó que todo era un simulacro para enfrentarlos a sí mismos. Ellos declaraban ahora que el experimento les había hecho replantearse su relación con la autoridad y la responsabilidad; se dice que un voluntario de Milgram apareció más tarde en My Lai, Vietnam del Sur, y se negó a disparar.
¿Todavía crees que un experimento no podría cambiar el mundo?
Adaptado de Opening Skinner's Box de Lauren Slater
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