
Ayer tuve el sueño más raro de todos. Soñé estar en el mundo en el queno existo. Debe ser tanta televisión noctívaga, ya lo sé. Supongo que así se deberían sentir los fantasmas, si existiesen. Poder verlo todo, oírlo todo, sentirlo todo: todo lo que nunca había sido mío. Siendo ignorado por todos, pero esta vez incluyendo la gravedad, el dolor, los espejos, el amor de una madre que en ése mundo no había sido la mía. En mi sueño estaba mi cama, que era usada por alguien a quien nunca vi. Mi mesita de noche, vacía de mis recuerdos y empleada en otros menesteres más impersonales. Estaba el mueble de la biblioteca, con los espacios oscuros que dejaban mis libros ausentes. Busqué por toda la casa las fotografías que desde siempre me avergonzaron ante los invitados de mi madre, y que ella se empeña tanto en mostrar. Con menos alivio que asombro, confirmé que yo no aparecía ya en ninguna de ellas, aunque los demás detalles se conservaran. "Sin mí, el mundo es un mejor lugar", pensé. Pude ver a mi familia cenar en la mesa del comedor, sin que una silla marcara el lugar donde en otro universo solía sentarme. Soñé con todas mis pertenencias en manos de muchas personas, que nunca conoceré…Soñé que ella, que nunca me perteneció, era feliz en brazos de otro. (Eso me hizo sospechar que tal vez no se tratara de un sueño; yo podría ser un actor invitado en un plácido sueño de ella: El de no habernos conocido.)
Salí a a la calle a corroborar que el sol brillaba cuando yo no estaba para verlo. Me dirigí (no sería aquí apropiado el uso de “caminar”) por la verja hasta la alameda de viejos y encumbrados eucaliptos que crecen cerca de mi casa. Seguían allí. Un viento cálido de Agosto se agitaba entre sus hojas de envés turquesa, con un ruido de brasas lejanas que todo lo cuecen. Tal y como yo lo recordaba. Quise entonces poner a prueba mi imaginación: contar el número de ramas para ver si era mayor que el de árboles, como en el mundo del que provenía. Todo en orden. Me satisifizo haber creado ésa ficción tan lúcida, cuidando minuciosamente el sentido de que cada detalle.
Fue allí cuando desperté. Sentado en mi cama, eché un vistazo a mi alrededor: Mis sábanas exhibían un montón de nuevos pliegues, como si yo los hubiese hecho; el reloj en lo alto de la biblioteca parecía haber seguido su curso durante mi ausencia, la batería del teléfono móvil se había cargado completamente, la mesita de noche había adquirido una suave capa de polvo que no tenía antes de que yo entrecerrara los ojos, mi gata bostezaba y se estiraba justo como si acabase de dormir la más reciente de sus 14 horas de siesta… Todo como si al mundo le fuera totalmente indiferente mi singular periplo. La visita a la Tierra gemela en la que no habito. Como llevado por una vieja compulsión, me dirigí hasta el bosque de eucaliptos y comparé de nuevo el número de ramas y el número de árboles. De pronto, mi satisfacción se convirtió en inquietud : esta vez había más árboles que ramas en el bosque. Incrédulo, repetí la operación. "Los números no pueden mentir; ni aún en sueños"-me dije. Con un rostro más que pasmado, intuí que aquél sueño era imposible, pues, en primer lugar, no podía haber estado en un mundo en el que no “era” de algún modo. Tampoco podía haber despertado en un lugar donde había más ramas que árboles en el mismo bosque. La única alternativa para conservar la cordura era creer que no había despertado aún. Recordé entonces el argumento cartesiano que salva todos los sueños al afirmar que seguimos existiendo aunque estemos en uno de ellos. Pero esto era distinto. El mundo de sueños en el que me encontraba en mi cama soñando se había comportado como si yo hubiese permanecido en él todo el tiempo, mientras yo “estaba” en un mundo en el que ni siquiera había nacido. Sintiendo el denso rumor de una paradoja que se acerca, lo entendí: No se puede “ser” y “estar” al mismo tiempo, con la misma certidumbre; Mientras sueño, deliro o muero, alguien puede ver donde “estoy”, pero no donde “soy”. Por mi parte, siempre tengo la certeza de “ser” en un mundo, ya sea de ensueño o de realidad, pero al alto precio de no poder asegurar donde “estoy”: podría estar tumbado con los ojos abiertos en el bosque de los eucaliptos con la misma probabilidad que tenía de estar tumbado con los ojos cerrados en mi lecho de muerte, soñando. Sentí entonces que me enfrentaba a un antiguo acertijo. Como a Chuang Tzu, Calderón de la Barca y Shakespeare, antes que a mí, la realidad me pareció una atroz analogía del sueño. Pero añadí un nuevo horror, una novedosa urgencia: Tenía que decidir entre “ser sin estar” en mi sueño imposible, o “estar sin ser” en mi cama dormido. Así que respiré hondo, cerré los ojos…y decidí.
Desperté en mi cama, como deben despertar las monedas después de ser lanzadas al viento. Recuerdo haber elegido, pero ya no recuerdo mi elección. Pero si en un sueño imposible pude imaginar un bosque cuyas ramas son más profusas que sus árboles, también pude haber soñado que elegía.
Ch.D.
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