William Blake. The Ghost of a Flea.
Cuando era niño, La Quimera era apenas mencionada. Solo pronunciar su nombre, aún inadvertidamente en una conversación entre paisanos, podía inundarlo todo de un silencio repentino y abisal o hacer que a alguien lo estremeciera un escalofrío desde la última vértebra hasta el primer pelo de la cabeza. Como un forastero que articula una antigua maldición sin saberlo. Como si nadie pudiese decir su nombre sin invocarla de algún modo. La conversación continuaría, como debe continuar todo en una vida que se pueda vivir, pero ahora entre rostros cautelosos, de esos que hacen un esfuerzo por no recordar la gravedad de lo apenas pronunciado.
Al igual que con los otros dioses, todos creían saber cuando La Quimera intervenía en los destinos de los hombres. Pero nadie podía explicar a ciencia cierta sus maneras misteriosas de hacerlo. Ni siquiera nuestros más venerados ancianos y magos. Cada quién consideraba su hipótesis como la mejor. Sabían que aterrorizaba a los hombres desde antes de que existiera la palabra escrita. Sabían que aparecía en los más desolados caminos y en las plazas más concurridas, sorprendiendo a ricos y pobres, hermosos y deformes, sabios y simples, para concederles la gloria o el oprobio. Nadie podía preciarse de estar a salvo de La Quimera. Se decía que tenía el poder de destrozarnos hasta la muerte o la locura, o hacernos como dioses. Ambos dones recibió de ella Nabucodonosor, Señor de la Tierra entre Ríos, según narraron sus judíos cautivos. Hubo quien saliera en su búsqueda pensando en un amor imposible o en obtener la paz que no encontró con los suyos. Al capricho de la bestia se le atribuía el talento repentino, la calma de las pasiones más encendidas, el poder de hincar las rodillas de los reyes, la contemplación de la inasible beatitud.
Todos se han fabricado una imagen de la La Quimera. Todos la adoran, de un modo u otro. Cada interpretación posible, cada retrato imaginable, ya le había sido fabricado en alguna parte. Gentes de muy lejos relataban su propia versión de La Quimera: cómo vivía en sus propios bosques, cómo sus propios magos no pudieron entender sus designios y cómo sus héroes habían intentado dominarla, apaciguarla o incluso acabar con ella. En nuestro caso, se pensó en que el fuego consumiera los bosques en los que se decía que habitaba, pero eso significaría también el fin de nuestro pueblo. Alguien propuso plantar un jardín de plantas mágicas como los de Edén y Babilonia, para allí emboscarle; después de años de trabajo de cada hombre y mujer, de cuidadosa vigilancia de miríadas de soldados, sólo quedaron riquezas saqueadas como Nínive y trampas vacías como la cueva de Polifemo, acusando a nuestros mejores estrategas. Todo en vano. Eso es lo que todos los pueblos tenemos en común. Eso es lo que nos deja saber que se está hablando de La Quimera, aunque la nombren en lenguas que ya no existen o en voces arcanas que el oído no puede discernir y la boca se resiste a articular.
En mi aldea, atribuíamos el mundo a La Quimera con la credulidad de quien se sabe ignorante; cuando alguien enfermaba de forma que desafiara todo nuestro conocimiento, se decía que debía ser producto de un encuentro con ella; que sólo sus sacerdotes podrían descifrar el signo de su intervención. Esto me intrigó siendo un niño. Parecía que la bestia se entrometía en todos los asuntos de la vida y que todos querían entrever los hilos de su injerencia sobre los asuntos humanos, sin lograrlo. Querían saber dónde habitaba para anticipar sus apariciones. Querían estar seguros de que un día cesaría el azar de sus abominaciones y portentos. Mientras acarreaba para mi madre vino tracio y trigo del Nilo en el mercado, un anciano mendicante quiso predicar a voz en cuello que la diosa Lluvia tenía el poder de conjurar a La Quimera. Pero los niños se encargaron de acallarlo con risas y piedras injuriosas. Un terror mayor me invadió cuando supe que turbas enardecidas encerraron, interrogaron y hasta incineraron a muchos, sólo sospechosos de haberse encontrado con La Quimera y de no poder dar razón de su aspecto o del sitio en el que habitaba. Todo en vano, incluso vidas.
Por razones que me son desconocidas, todos concuerdan desde siempre en una cosa: darle un nombre de mujer. Incluso más allá de mi aldea, donde se dice que habitan los hombres dignos sin dios y los dioses verdaderos que los hombres no son dignos de adorar. En todo lo demás, las interpretaciones difieren. Algunos decían que La Quimera no era una monstruosidad hecha de sangre y vísceras, sino de un espeso y rancio vaho inasible. “Espiritual” dirían los más propensos al delirio que produce el temor. “Espiritual” como el humor de los cadáveres exhumados.
Un bardo quiso embellecer aquél icono al decir que la bestia estaba hecha de la misma materia de la que se tejen los sueños. Que ya no vivía en las montañas, sino en un reino que no tiene tiempo ni lugar y que desde allí, omnisciente, domina los destinos de los hombres. La cuarta de las moiras, a las que el propio Zeus temía tanto, que concedió los mayores honores. Poco se sabe de la genealogía de la Quimera, pero algunos declaran que proviene de la sombría estirpe de Cronos, devorador de sus divinos hijos. Otros aseguran que fue creada por la primera palabra del primer hombre. Que de vez en cuando toma posesión de algún ungido e infortunado sacerdote en un éxtasis como el de Pitia de Delfos. Que al igual que su hija, la tebana Esfinge, La Quimera encierra un enigma mortal sobre el hombre que nadie puede descifrar si aspira a seguir con vida. ¿Son vanas tantas vidas de héroes e incautos, igualmente ofrecidas a La Quimera que tomadas por ella? Me cuesta creerlo así. Algunos ascetas desperdigados, acusados de ser idólatras de la bestia –culpa mortal en ciertas naciones del Este-, aseguran que no hay ofrenda más noble y valiente para apaciguar a La Quimera que dedicar la vida a su búsqueda, la cual sólo puede terminar en la aridez de la muerte o en la degradación de la demencia. Según esta herética doctrina, la bestia es una maldición similar a la que el Oráculo de Delfos recomendó a los atenienses rendir tributo: alimentar al voraz Asterión, hijo de Minos y juez de todas las almas. El mismo Oráculo cuyo frontispicio desafiaba a quien lo leyera a ir en busca de La Quimera.
Ardides menos basados en la desesperación que en la soberbia se han intentado contra La Quimera. El culto oficial del imperio, temiendo que la curiosidad por la bestia alejara a los devotos de los deberes piadosos, quiso subyugarla a su panteón. Supeditarla a un nuevo Todopoderoso con nombre masculino. Afirmaron poder capturar y diseccionar a la criatura y decir todo lo que podía saberse sobre ella. Todo lo que debía saberse. No lo consiguieron, a pesar de ungirse y enajenarse en fatuas ceremonias de caza. Al fin, el fuego en el mundo postrero y el tormento en este éste mantuvieron la curiosidad a raya. Aun así, creyentes y heresiarcas por igual no pudieron evitar desafiar esas doctrinas, sin pretenderlo. Es fama que uno de los atributos de La Quimera es sublevarse siempre contra aquellos que pretenden conjurarla. Como si lo supiera todo de antemano. Es lo que la distingue de los demás seres de tierras incógnitas. Inútilmente, sabios versados en todo lo que les es dado saber trataron de encontrar el rastro de los hilos invisibles de la criatura en los despojos de sus víctimas humanas. Más ofuscados que fatigados, los anatomistas negaron que se pudiese conocer la bestia, como se conocían las estrellas o los mares. El culto del imperio prefirió entonces inventar demonios invisibles que cabalgaran sobre La Quimera, fustigándola, que atribuir únicamente a ella la agobiante urdimbre de la condición humana."Era una deidad demasiado peligrosa", decían los susurros de lujosos palacios monacales.
Después de siglos de adoración a los demiurgos y a su alegada potestad sobre la bestia, y de desenfreno moral de un clero frustrado por sus resultados, muchos heresiarcas postularon que La Quimera era sólo una criatura perfectamente mecanizada, tan infame como el toro de Falaris de Acragas, tan divina como el fuego de Hierón de Alejandría. Creada por el dios de todo lo que alguna vez haya estado vivo. El dios al que carece de todo sentido adorar. No obstante, los nuevos apóstatas quisieron establecer para ella un nuevo sacerdocio. Pero no carecían de competencia. Aparecieron los cabalistas de la quimera, que nunca lograron predecir su próximo signo, ni calculando el sendero de los astros en el cielo, ni registrando meticulosamente las desecadas entrañas de animales puros. Otra casta de sacerdotes, antes iniciados en las artes de la curación, quisieron ceñir el culto de la bestia a sus antiguos ritos, con la venia de regentes poderosos. Surgieron entonces aquellos que quisieron reservar el nombre de La Quimera para su titulo ministerial: “la secta quimérica”. Los primeros miembros de esta nueva secta intentaron en vano crear un nuevo lenguaje arcano para referirse al ser montaraz, pero fue inútil. Las generaciones ya habían dejado en cada lengua sus propios conjuros irrevocables. Inútiles y redundantes, como todo esfuerzo humano. Los sectarios quiméricos abogaban por preservar la herencia de los primeros maestros herméticos de la Hélade. O su dudosa interpretación de ella.
En la infancia de la secta, cuando el vulgo creía que alguien había enfermado a causa de un encuentro con La Quimera, prefirió encomendarse a la autoridad del viejo boticario que a la del nuevo sectario palabrero. Aún hoy lo prefiere. No obstante, los quiméricos lograron hacerse de algún poder y del favor de unos cuantos príncipes. Oficiaron sus ritos en guerras y academias. Quisieron medirle antes que conocerle y trazar las líneas de sus inconcebibles rostros en geométricos movimientos de arábigas cifras. Mientras que en todos los rincones del Imperio seguían proliferando las víctimas de la Quimera, ni aún quienes habían sido instruidos en el lenguaje de la secta podían describirla cuando la veían, o distinguirla fielmente en un paraje tupido o desolado. Mucho menos darle captura. Las corrosivas diatribas intestinas no se hicieron esperar. La Secta nunca pudo cumplir su promesa de explicar -y mucho menos de conjurar - los prodigios y catástrofes causados por La Quimera. Como todos antes que ella, la secta falló en su declarado propósito de hacerla suya. Ni viva ni muerta. Esto no menoscabó la pretensión de tantos otros de seguir proclamándose oráculos de La Quimera, ordenándose para tal fin por medio de los más diversos ritos. Invocando todo lo que pudiese invocarse encima y debajo de la tierra. Se multiplicaron los rostros de la Quimera casi hasta el Infinito (otro monstruo sobrecogedor, quizá de la misma sangre que Quimera) y quisieron adorar cada uno de tales rostros en un templo y un culto distinto, con la esperanza de que alguno fuese el verdadero. Sospecho que con la frágil esperanza de confundir a la propia Quimera.
De un frenético modo, hordas sucesivas de catecismos de la Secta Quimérica fueron declarados e hipostasiados. Los versados en ciencias de los astros, las edificaciones, la agrimensura, las generaciones y los números, abordaron el “problema Quimera-Hombre” (así fue llamado), desafiando el argot vacío de la secta quimérica y mirando a sus enemistados sacerdotes con conmiseración. El afán de curar los estragos atribuidos a La Quimera, que crecían con la población, hizo que las gentes acudieran a casi todo aquél que en un arrebato delirante afirmara tener poder sobre ella. Ante las demandantes miserias, cada linaje de sacerdotes hizo su rito más y más hermético, destiló su lenguaje de voces ajenas, vio con desconfianza a los demás consagrados, como si eso fuese prenda de su divino encargo. Arreciaron los epónimos que encubrían acusaciones de timo o charlatanería. Los oráculos se contradecían entre sí y se negaban a ser examinados, enfurecidos de ser puestos en duda por fieles de otros cultos, temerosos del oprobio. Ni siquiera los príncipes más despóticos de sucesivas dinastías fueron capaces de imponer sin vacilaciones el encargo del culto quimérico a una única casta sacerdotal. Al borde de la exasperación, patriarcas de varios ritos declararon de una vez y para siempre que La Quimera nunca ha existido, que ha sido una fantasía opresora creada por la ambición sacerdotal de crear riqueza con las penurias de sus congéneres. Una ambición menos vil de lo que parece. Pero esta fijación política implicaba descalificar también las miríadas de encuentros registrados cada día con alguno de los incontables rostros de la bestia, cuyas secuelas aun hoy hacen vacilar a los más célebres y diestros médicos y sanadores. A pesar de tantas disputas intelectuales y viscerales, nadie en su fuero creyó estar seguro de la falsedad de alguna interpretación que otro hiciera de La Quimera, porque ella era igual de desconocida para todos. A la sombra de mil imperios destrozados, ya nadie se atrevía a reclamar para sí la absoluta potestad sobre La Quimera.
En mi aldea, el culto a la quimera finalmente fue dado por los ancianos como privilegio a las mujeres. Quizás pensaron que su candidez y tacto naturales con las criaturas de brazos servirían para apaciguar a semejante criatura. Dudo de ésa buena intención. Quizás los siglos de frustración terminaron por hacer tal oficio menos honroso a los ojos de los patriarcas. Como en los milenios que la escritura no pudo registrar, La Quimera sigue siendo una densa niebla que se cierne sobre las cabezas de todos, mientras las carcome lentamente. Como en tantos otros poblados, credos y santuarios, los sacerdotes y sacerdotisas han consolado su frustración por ignorar la fuente del poder de La Quimera con los privilegios de la casta en la que se han convertido. Aunque sus poderes para apaciguar a la criatura o ganar su favor no sean mayores que los que afirman tener los curanderos griegos, los timadores de Rom, los magos de Persia, los hechiceros de Faraón, los actores del Teatro o los cantadores de las Bacanales. Con más prestigio que el resto, con el mismo poder que todos. Así son las cosas. Así es como nuestro pueblo ha decidido jerarquizar y reverenciar su incertidumbre. No los culpo. Un viejo griego dijo que el primer paso para vencer la ignorancia es saberse ignorante. No es el mejor de los consejos tratándose de nuestra bestia. No todas las ignorancias son iguales. Tal vez haya cosas que todos los hombres, por naturaleza, no quieran saber. Como ya he advertido con premeditada reiteración, es dogma que la locura y la nada son el único destino posible de quienes se toman en serio la misión de desentrañar los enigmas de La Quimera y no descansar hasta lograrlo. Es el precio que pagó Dédalo por haber ideado el laberinto. El de Narciso por mirarse a sí mismo en la fuente. No les espera otro descanso que el que a todos nos otorgan las arenas del tiempo. Caronte aguarda sus monedas. Nadie en sus cabales se tomaría ya en serio tal misión; ni siquiera sus sacerdotes.
Aún hay quien predice el advenimiento de El Gran Profeta de La Quimera. La única imposibilidad es que, según la doctrina establecida, tendría que ser enviado por ella misma. Como Pitón, que también es Uroboros, mordiendo su cola en las piedras talladas del Indostán.
Sólo hasta que fui ungido en el rito de La Quimera lo entendí: sus rostros son potencialmente infinitos, porque se reflejan en los rostros de sus sacerdotes. Quimera existe y es sus sacerdotes. Hemos acordado concedernos temernos solo a nosotros mismos. Si todos somos Quimera, nada más lo ha sido, nada más lo será. Eso no la hace menos real. Ahora comprendo a aquél desposeído místico y su visión: quien vence a La Quimera es de quien se puede predicar que “llueve”: Nadie. Quiero pensar que mis cofrades lo saben pero no soportarían ver el rostro de una incertidumbre que no cesa con la experiencia o los tratados. Quimera es el intento de conjurar la angustia de nunca haber visto su faz y la certeza de sentir sus efectos. Su último rostro es el rito de decirnos entre nosotros que no somos tan cruelmente ignorantes; que el ungirnos unos a otros por un rito singular nos confiere parte de su poder. Que si ponemos en papiros todo lo que creemos saber sobre ella, esos símbolos se convertirán en sortilegios poderosos. Sé que yo ignoro tantas cosas de Quimera como ellos. No me culpo. Pero no todas las ignorancias son iguales. Hubiese querido conocer las que hay allende los mares. Se dice que las visiones de Quimera son tan incontables como hombres, lenguas, ríos, ciudades y montañas hay en la Tierra. Que ningún mortal podría aspirar a catalogar todos sus rostros. Que sus sacerdotes somos ciegos que han tocado una bestia tan repulsivamente impensable, que secretamente hemos acordado creer que percibimos algo que podemos nombrar: hemos creado a Quimera. Tal vez sea como un genio de oriente, en el que un hombre no puede dejar de pensar una vez ha visto. O quizás la he visto fugazmente y la he olvidado, como se olvidan los sueños más vívidos de placer y los más hastiados de horror (¿Soñará La Quimera con otras quimeras?).
Con la clarividencia que sólo trae la enfermedad, prefiguro en el espejo de mi celda al monstruo que pronto ya no veré. Ahora sé que uno de los rostros de Quimera morirá conmigo. Quizá no el más bello, quizá no el más abominable. Pero cuando ése rostro muera, como los de la aciaga Hidra, los demás proliferarán.
Ch. D.